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La isla mínima

La isla mínima

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Después de la excelente Grupo 7, parece que Alberto Rodríguez aún tenía cosas que decir acerca de policías con problemas, y esta vez los sitúa en un remoto pueblo andaluz, en lo que, aparentemente, podríamos llamar un  thriller rural. Pero esta película es mucho más que eso. El director utiliza el suspense como herramienta para componer un drama personal, social, e incluso político, y el resultado es nada más y nada menos que un áspero y magistral retrato de una comunidad aislada y de toda una sociedad, la española.

Estamos en 1980 y sin embargo un crucifijo con un collage de imágenes de Hitler y Franco en la pared del hotel ya nos sugiere desde el principio que, parafraseando a Lampedusa, algo ha cambiado para que todo siga igual. Aquí nada es sólido y todo es resbaladizo, todo es húmedamente ambiguo; no es ninguna casualidad que todo ocurra entre marismas. Incluso la personalidad de los dos policías protagonistas, que aparentemente podrían representar el antes y el después de una sociedad inmersa en el pantanoso proceso de la transición, y a los que, sin embargo, el director hace evolucionar de una forma lúcida y creíble, intercambiando sutilmente sus papeles, su forma de hacer las cosas.

Rodríguez no es solo un director con un enorme talento, es un hombre inteligente que por tanto considera que el espectador también lo es. No demora jamás el ritmo de esta desasosegante y tensa intriga para contar detalles innecesarios. Confía en que nosotros iremos rellenando los huecos y para eso se vale de unas apabullantes tomas áreas que ofician a la vez de principio o de final de acto, como una especie de fundidos en negro, en los que el realizador nos aleja de la trama para que podamos mirar la historia en perspectiva, y encajar las piezas de este puzle tan brillante como intenso. Raúl Arévalo, Javier Gutiérrez, Antonio de la Torre, todos ellos están inmensos y genialmente dirigidos, pero quizás los protagonistas de esta historia no son otros sino el paisaje y esa forma tan personal como poderosa de filmarlo. Esos surrealistas humedales andaluces, como un hermoso, húmedo y metafórico escenario en el que te sumerges para ver discurrir este sórdido y turbio drama, que, como los grandes caldos, va macerándose sabiamente en la retina y en la entraña del espectador. Bravo.

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