Hay películas que son mejores por lo que no dicen que por aquello que muestran. La hija de un ladrón es una de ellas. El silencio, la ausencia, la pérdida, la frustración… no se ven, pero se notan. Están aunque no sean tangibles, aunque sean invisibles, y dotan de una fuerza amarga y rotunda, triste pero esperanzadora a una mujer vulnerable pero decidida, que lucha por salir adelante con los únicos argumentos de su convicción; quiere ser feliz, se lo merece, y aunque nada apunta a que pueda conseguirlo, ella no piensa renunciar a ello. Retrato encomiable de una estirpe femenina que lucha a diario y en sordina, sin reconocimientos y con los apoyos mínimos, en un mundo que se lo pone aún más difícil por su mera condición de mujer. Y por ello es éste un film feminista, aunque no haya una sola soflama en todo su metraje, aunque no se esgrima ningún eslogan ni se sugiera dicha reivindicación. No lo necesita. La pura realidad, cruda y dura, habla por sí sola en esta sociedad patriarcal e injusta.
Como debut, se trata de una película valiente, atrevida. Un relato de escritura personal que escapa de los convencionalismos estilísticos y de las concesiones estéticas o la complacencia emocional. No se ajusta a patrones ni en forma ni en contenido. Evita la narración estándar, no se molesta en completar los planos o acabar las frases, el imperfecto sonido de la realidad apuesta por la credibilidad en detrimento de la pulcritud sonora, y todo ello hace que Belén Funes nos incomode a la vez que se reivindica como una voz personal que merece ser escuchada. Y encima por boca de Greta Fernández, mucho más que convincente, y que en su osada juventud se atreve incluso a tutear y echarle un pulso interpretativo a su padre, real y ficticio, que no es precisamente un mal actor.
Javier Matesanz
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