Nada es lo que parece. Cuántas veces hemos utilizado esta expresión para definir esas películas que centran su interés en los continuados y pretendidamente inesperados giros de guión que descolocan al espectador, que debe reubicarse constantemente en el contexto del argumento. Sobre todo en films de intriga o terror, que parecen esconder sus cartas, y a la eficacia de dicha estrategia fían la del film en su totalidad. Una opción legítima, sin duda, pero un riesgo notable, pues si se nota el truco se tambalea todo el conjunto, por bien planteado, o rodado, o interpretado que esté. Y tal es el caso de La gran mentira. Un film que se sustenta en el trabajo de sus dos formidables y veteranos intérpretes, sobrados de recursos para bordar sus tareas dramáticas sin mayores esfuerzos. Pero los quilates de ambos artistas son muy superiores a los del film que los contiene, al que le falta entidad, rotundidad, empaque y solvencia. Todo es correcto, pero convencional, sin apenas capacidad para sobrecoger. Lo cual, a tenor de los derroteros del último tercio de la cinta, es muy grave en cuanto a intenciones y logros se refiere. Y es que a la narración le falta chispa, valentía en la puesta en escena para superar una artificiosidad y un tufillo rutinario que casi provoca nuestra indiferencia frente a la tremenda realidad que acaba por revelársenos, y eso es imperdonable en un relato de intriga dramática como éste. Es grave, aunque no sea nunca demasiado aburrido, que un ejercicio de género sea tan endeble en su arquitectura narrativa y previsible en cuanto a las presuntas sorpresas que están por venir, pues hace que las sensaciones sean siempre de una mínima intensidad y que el resultado provoque un cierto cansancio. Como cuando ves algo ya visto antes y da pereza repetir. Es como si el film se hubiera estrenado ya viejo, oxidado.
Javier Matesanz
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