No estamos ante un documental al uso. La gran estafa de los teleoperadores nació del caos más absoluto. Sin medios, sin financiación, sin planificación alguna y sin ningún tipo de experiencia por parte de sus dos responsables. Dos auténticos crápulas que trabajaban como teleoperadores, pero que se cansaron de ser cómplices de una estafa multimillonaria. La de una empresa de recaudaciones benéficas llamada Centro de Desarrollo Cívico para la cual trabajaban. Y ni cortos ni perezosos, y con un colocón del copón (uno de ellos sale en pantalla esnifando heroína), agarraron una cámara, se pusieron a grabar y a investigar, por decirlo de algún modo, y acabaron destapando, denunciando y ayudando a clausurar no solo la suya, sino también otras grandes corporaciones dedicadas al timo de las donaciones fraudulentas. Increíble pero cierto. Y más increíble aún si vemos el documental y el irrepetible modus operandi de sus autores.
Dividida en tres capítulos, las imágenes de la serie son descuidadas, sucias, feistas, sin pretensión estilística alguna. El desorden y la anarquía es su método de trabajo, que en realidad no responde a estrategia creativa alguna, sino que se corresponde con su estilo de vida. Y todo ello, sorprendentemente, le imprime al producto una pátina de autenticidad cutre que, sumada al carisma lumpen del tal Pat Pespas, acaba por resultar efectiva a todos los niveles, y la trama deviene tan interesante, intrigante incluso, como a ratos divertida de puro patética. Y es que uno no puede dar crédito al hecho de que el fraude millonario fuera tan evidente que esos dos tipos con resaca lo destapasen sin demasiados problemas, mientras que la ley y la justicia no se había enterado de nada, pese a que los timadores operaban en nombre de la Hermandad Policial y la Asociación de Bomberos Jubilados, entre otras. Y hay más, mucho más. En verdad merece la pena. Es la prueba fehaciente de que a veces con los peores ingredientes puede cocinarse un plato suculento.
La serie puede verse en HBO.
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