Lo más triste de este film es que siga siendo necesario. Que sus denuncias sigan vigentes. Que no solo sean realistas sino también reales. Hoy. Y por ello, en pleno siglo XXI, en pocos meses se han estrenado películas como 7 diosas, El verano de May, 10 años y divorciada o ahora La estación de las mujeres. Aunque puestos a repasar títulos reivindicativos en materia de derechos de la mujer, yo me inclinaría por recuperar las dos terceras partes de la trilogía hindú de la realizadora Deepa Mehta: Fuego -1996- y Agua – 2005- (Tierra – 1998- se centraba en las revueltas intestinas de las juventudes pakistaníes e hindúes). Impresionantes documentos humanos, de una cruel belleza poética y emocional. Agua sobretodo.
La película que nos ocupa transita algunos estereotipos, sí. La prostituta, la esposa maltratada, la mujer viuda y la niña casada por conveniencia. Cuatro amigas en pos de la libertad, cuyas melenas cortadas acabarán por convertirse en ese grito necesario que rompe cadenas. Tal vez algo ingenua en sus formas y maneras, en sus elementales planteamientos, que pretenden de este modo no distraer el mensaje. Pero es que es tan obvia la injusticia, la ignominia, que no necesita metáforas (solo el cabello), ni redundancia visual, ni el subrayado crítico o la contundencia literaria. Basta con reflejar la cotidianeidad. Sin filtros. Pura y aterradora verdad, que contrasta con la belleza cromática del contexto oriental, y con la valentía de abordar sin tapujos ni complejos algunos tabús que aquí transgreden con convicción en un mundo de tradiciones tan férreas como inhumanas. Y así estas mujeres, víctimas valientes que quieren dejar de serlo, hablan de sexo, bromean con lo sagrado, asumen la infidelidad e incluso acarician en lesbianismo.
La estación de las mujeres tal vez no sea un gran film, pero si es valioso. Mejor que bueno.
Javier Matesanz
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