La realidad no dejará nunca de nutrir de argumentos al cine, pues desgraciadamente a diario hay motivos sobrados para enfrentarse a los poderes establecidos, eso da siempre para dramatizar en forma de película comprometida e indignada. Ya sea en clave de denuncia o de thriller, ya sean épicas o intimistas, las injusticias se suceden a velocidad de vértigo y a menudo con absoluta impunidad, y eso da mucho juego. Lo que no es tan frecuente son las luchas heroicas de pequeños idealistas contra los gigantes multinacionales, y mucho menos los casos con final feliz. Uno de ellos fue el de la doctora bretona (aunque de origen danés) Irène Frachon, que se enfrentó a una de las grandes farmacéuticas francesas a causa de un medicamento para diabéticos que mató a centenares de personas, y que aun así seguía comercializándose. Tras años de lucha, y a un alto precio personal, ella y su modesto equipo de investigadores médicos consiguieron – allá por 2010- que el fármaco fuera retirado del mercado. Un hito en la historia sanitaria del país galo. Y esta y no otra es la historia que narra el film, que tal vez peca de exhaustivo – sobre todo en la narración del largo proceso casuístico y de investigación-, y provoca una lentitud expositiva que le juega en contra en términos comerciales. Algo más de concisión se agradecería, pues el cansancio suele mermar la atención aun sin perder el interés por lo narrado. Y dos horas y cuarto es mucho tiempo. Al final el exceso de calendarización sobreimpresionada en pantalla y la inevitable reiteración de la contumaz secuencia de casos estudiados y relatados, acaba por mermar el ritmo, aunque el desenlace satisfaga y emocione, afortunadamente sin caer en la demagogia legal ni en la sensiblería personal. Algo que propicia la contenida interpretación de un ajustado reparto alejado de todo glamour “hollywoodiense”.
La doctora de Brest
Dirección: Emmanuelle Bercot Intérpretes: Sidse Babett Knudsen, Benoît Magimel, Charlotte Laemmel.
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