La clave de una buena película de espías está en el guion – de ahí que Le Carré esté tan solicitado-. Y el punto débil de La conspiración de noviembre es precisamente su endeble guion, construido a base de clichés y rebosante de absurdas soluciones cogidas por los pelos, que convierten algunos pasajes en risibles parodias del género. No se puede resolver una intriga de espionaje internacional con implicaciones criminales y políticas, con infiltrados en agencias gubernamentales, agentes dobles y líderes mafiosos aspirantes a presidentes y responsables de algún que otro genocidio, a base de charlas de bar, de complicidades nostálgicas, de fotos encontradas al azar en paredes de oficinas, móviles ajenos o expedientes “secretos” a los que todo el mundo tiene acceso. Al final, con tanta chapuza, la construcción se desmorona y la sensación es la de haber estado viendo un ejercicio de improvisación, donde nadie estaba realmente comprometido con el film. Por mucho que el mismo Pierce Brosnan aparezca en los créditos como productor ejecutivo. Apenas hay nada destacable en una película hecha por inercia aprovechando la pericia rutinaria que brindan los años de oficio. Ésos que sirven para darle un digno acabado visual a un producto mediocre que nada tiene que ofrecer y que, a poco que se piense en él, no alcanza ni los mínimos que exige el género. Intriga y emoción con posible sorpresa final es lo menos que podemos pedirle incluso a un mal film de espías. Y ni eso. Aunque el contundente último plano nos sobresalte. Puro efectismo, al fin y al cabo, e igualmente injustificado en un argumento deshilachado desde el principio.
Pero si lo piensan, tampoco la filmografía Donaldson era garantía de mucho más. Si la repasan verán que la sorpresa hubiera sido lo contrario: La huida, Species, Trece días, La prueba, El pacto… La excepción: No hay salida (1987), y ha llovido mucho.
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