Artífice de la demoledora Celebración, Thomas Vinterberg, sin alejarse demasiado de los preceptos dogmáticos que ayudó a instaurar a finales de los 90 como hiperrealista opción narrativa, vuelve a sacudirnos con la austeridad y la crudeza de un drama social que tiene su perturbadora fuerza no solo en su hiriente credibilidad, sino en su más que probable condición de historia inspirada en “frecuentes” hechos reales. Calumnias que pueden manchar, destrozar una vida impotente ante los ávidos y a menudo irracionales juicios sociales, simultáneos y paralelos a la justicia ordinaria y real. Y eso da miedo. Mucho. Porque nadie es inmune, nadie está libre de sospecha cuando el oprobio es infundado, y la indefensión en esos casos es terrorífica y desesperadamente absoluta. Una angustiosa sensación de asfixia que se erige en el motor dramático del film, que impregna cada centímetro del patio de butacas, y nos hace compartir esa ansiedad que mata de pura impotencia (la escena de la iglesia es paralizante). Rabia y desesperación que fácilmente pueden hacer aflorar el monstruo interior y salvaje que nos habita a todos, y que al emerger nos podría hacer perder las razones de la inocencia; aunque cualquiera de nosotros lo justificaría dadas las circunstancias.
El trabajo de Mads Mikkelsen al frente del reparto es algo más que formidable. Es una lección de contención anímica al límite. Un portentoso ejercicio de fuerza dramática transmitido en formato casi minimalista. Sin estridencias. Atónito ante la pesadilla, prefiere asomarse al abismo de la inmolación, cuyas primeras piedras proceden de anónimas manos amigas, antes que abandonar su entorno y, de algún modo, reconocer la mentira en su huída.
No desvelaremos aquí la ignominia que provoca el drama, por si alguien aún no lo sabe, pero asusta pensar lo frágiles y vulnerables que pueden ser los límites de la sinrazón.
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