Aunque para muchos de los espectadores más jóvenes el mito de La bella y la Bestia reside ahora en territorio Disney, lo cierto es que se trata de un cuento de hadas clásico, obra de Barbot de Villeneuve, que ha sido llevado a las pantallas en innumerables ocasiones en versiones más o menos fieles al original y enfoques no siempre destinados a satisfacer las inquietudes infantiles. Pero la actual versión, la del francés Christophe Gans (El pacto de los lobos), quiere abarcarlo todo y, tal vez por eso, o precisamente por eso, no es ni una cosa ni la otra. Ni entretendrá a los niños – el guiño de los perritos medio peluches, medio ewoks o gizmos o vaya usted a saber, es más casposo que simpático-, ni hipnotizará a los adolescentes con su romanticismo de arrebatada y asalvajada inspiración “crepuscular”, ni convencerá tampoco a los adultos con su formidable diseño de producción, que enmarca la anodina y previsible historia en un escenario fantaterrorífico de estilo gótico-romántico, que sin duda es lo mejor del film, pero que no pasa de ser un elegante envoltorio para un rutinario regalo sin alma, que no conmueve a nadie y apenas funciona como vistoso pasatiempo intrascendente. A ratos cursi, a ratos directamente aburrido. Todo es fachada, y la preocupante falta generalizada de carisma (Cassel incluido, sorprendentemente) y de vigor narrativo, sumado a un guión sin garra ni originalidad y a una realización sin ingenio visual, empobrecen aún más el conjunto y lo abocan al olvido de los cuentos mal contados.
Y lo de Eduardo Noriega no sé si comentarlo. Uno ya no sabe si se trata de una broma, de una caricatura de sí mismo o de una parodia que se me escapa, pero la vergüenza ajena que te hace pasar no tiene perdón de Dios. No había visto una cosa así en años. Y podríamos culpar al doblaje, pero es que también es él.
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