Isadora Duncan, considerada por muchos como la madre de la danza moderna, tiene una película en sí misma. En cambio su vida es colateral en este film. Y su traumática y extraña muerte ni siquiera cabe. Es un simple complemento – dramático y determinante, eso sí – de la intensa y torturada existencia de Loïe Fuller. Una vaquera del oeste americano (sic), que acabó convertida en rotunda diva de la danza nada menos que en la Ópera de París. Una mujer adelantada a su tiempo, cuya concepción del espectáculo a principios del siglo XX sigue vigente en muchos aspectos. Fue una lúcida, concienzuda y contumaz creadora visual, que hizo de su danza algo así como una performance lumínica y cromática, estéticamente impactante y revolucionaria en su época (primeros años de 1900), que se convirtió en precedente de muchas de las tendencias audiovisuales posteriores, que desembocaron con el paso de las décadas en la torrencial e ilimitada creatividad de la era digital. Un portento, tanto físico como creador, que acabó prematura y dramáticamente padeciendo la grandeza de su éxito profesional, sólo comparable al fracaso de su itinerario personal.
El hándicap de la película es el desequilibrio entre la veneración hacia la creatividad de Fuller y la falta de pegada en la narración de su periplo emocional, haciendo que el relato cojee y su intensidad sea intermitente. Las secuencias que ilustran sus representaciones son formidables, bellísimas, complementadas por las coreografiadas sesiones de ensayos en la destartalada mansión y los bosques colindantes. En cambio, los pasajes dedicados a su vida, a su relación sentimental y con sus colaboradores, incluso con Isadora, que abarcó ambas facetas, quedan diluidos, sin demasiado peso ni convicción, como inevitables secuencias de tránsito a la espera de que vuelva a levantarse el telón. Y al final sabe a poco.
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