El éxito puede ser un problema. El principio del fin. O el fin del principio (frase con la que curiosamente se cierra la película). La puerta de la ambición que se abre hacia un camino sin retorno, que suele transitar los terrenos del más difícil todavía para superarse una y otra vez, hasta que no quede ni rastro de los méritos iniciales que dieron pié a una estrategia que acaba por desprestigiar el original. Pues bien, Kingsman ha abierto esa puerta.
La primera entrega, Servicio secreto, fue una digna, entretenida y flemática parodia de su emblemático referente, James Bond. Trabajando para la empresa privada, eso sí, en vez de para la Corona. Y así hacía uso de sus formas aristocráticas, de su elegancia british y de su insondable habilidad para “desfacer” entuertos, a menudo socorrida por los más sofisticados e improbables gadgets. Pero con la comedia socarrona como distintivo diferenciador del original. Sin tomarse muy en serio a sí misma. Y la fórmula, no muy ingeniosa, todo hay que decirlo, funcionó. Pero se les ha ido la mano. Kingsman: el círculo de oro es mala de solemnidad, y ninguna de las virtudes de su predecesora definen esta mediocre continuación.
Acumulación. Esa parece ser la consigna. Algo que hasta ahora no caracterizaba el estilo de un Matthew Vaughn que, sin renunciar al espectáculo, había hecho de la mesura y un trepidante sentido de la austeridad una de sus interesantes señas de identidad en el cine de acción. Los personajes (encarnados por muchos y buenos actores) no son más que marionetas al servicio de un argumento tontorrón y sin enjundia alguna, exento de intriga, y cuya única función es posibilitar la profusión de efectismos visuales que van desde perros robots a paraguas digitales, látigos láser, gafas virtuales vía satélite o drones de reparto humanitario. ¡Uf, qué dos horas y media más largas! Y nos prometen la tercera.
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