Que la película esté inspirada en una historia real era, a priori, lo más interesante del film. Lo único interesante, en realidad. La historia de dos pardillos veinteañeros convertidos en traficantes de armas y proveedores del ejército norteamericano. Y encima ellos mismos han asesorado a los guionistas, para que la ficción se ajuste a la realidad. ¿En serio? No me lo creo. Sé que el mundo está lleno de sorpresas, de historias increíbles que son pura realidad, pero está no. No dudo que se convirtieran en señores de la guerra de la manera más absurda, cutre y sorprendente, pero así como nos lo cuentan no me lo puedo creer. La credibilidad no depende de que sea verdad, sino de hacer que nos creamos esa verdad. Y esta no me la creo. Hablamos de un hecho real, pero en ningún momento deja de ser una película. El concurso, las auditorias, el trato con las cúpulas del Pentágono, con las mafias albanesas, e incluso las consecuencias legales de los fraudes cometidos son del todo imposibles. Pura ficción. Licencias hollywoodienses, como tantas otras veces hemos visto bajo el letrerito “inspirado en hechos reales”. La última escena, por ejemplo, de ser cierta, hubiera dado en la cárcel con el personaje el día mismo del estreno.
Pero si obviamos lo antedicho, la película entretiene. Los protagonistas son dos caricaturas de sendos estereotipos: el perdedor conservador y resignado que se deja arrastrar por la persona equivocada, y el fanfarrón que se cree el más listo y de pura arrogancia se pasa de frenada. Y creados y dirigidos por el autor de Resacón en Las Vegas acaban formando parte de un producto comercial al uso, sin más interés que la sucesión de situaciones límite y la evolución de dos personajes superados por las circunstancias que, en la vida real, serían de película, pero en una película son un tópico sin más.
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