Lo mejor de Ken Loach ha surgido de su conciencia social, pero también de la mirada que ha dedicado cíclicamente a episodios político-históricos de su entorno: ‘Agenda oculta’ o ‘El viento que agita la cebada’, por ejemplo. Éste último caso es el indudable referente de ‘Jimmy’s Hall’. En primer lugar, porque la acción se sitúa en la Irlanda de la segunda década del siglo XX – cuando parte del país luchaba por su independencia contra el Reino Unido – y ahora estamos en los años 30, con la paz ya firmada pero con profundas heridas aun abiertas, cuando no sangrando (la escena en la que los ‘buenos’ recuperan una finca arrebatada por el poder extranjero es brutal) . En segundo lugar por el tratamiento de los héroes; personajes humanos que aman, odian, se divierten…. Y en el centro de todo ello, siempre influyendo y a veces con una presencia aplastante, la Iglesia católica. Y de ahí parte el principal conflicto del film, y también lo que le hace peculiar respecto al ‘El viento…’; porque lo que de verdad se dilucida en la trama que nos propone el director es como se gestionan los aires de libertad que vienen de América – de donde acaba de regresar nuestro protagonista, exiliado por socialista -, la dialéctica que fluye entre los jóvenes del pueblo – atrapados en un universo escaso, asfixiante, que no ofrece salidas laborales, ni de ocio – y el párroco del lugar, con la ascendencia que le otorga representar a Dios en la sociedad más creyente del mundo. Los discursos, algo maniqueos en según que momentos, se entremezclan y van dando paso a la parte más lúdica de la película, la más hermosa: los bailes a ritmo de swing, y los más tradicionales, ejecutados por gente sencilla, muchachos y trabajadores que sueñan con ampliar sus horizontes. A medio camino entre la fábula y el arte comprometido, la pieza que firma Loach contiene parte de su mejor esencia y además te abre un par de páginas interesantes de la historia de un país apasionante.
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