Isla de perros

Les propongo un juego imposible. Adivinemos cómo será y sobre que tratará la próxima película de Wes Anderson. No se esfuercen. Lo más aproximado, la única manera de acercarse a una respuesta correcta seria contestar: Wes Anderson. Solo él se parece a sí mismo, y ha creado un mundo propio, dibujado o animado, familiar o intrigante, itinerante o referencial, pero siempre divertido, estrambótico, inclasificable, algo ingenuo en apariencia, pero de una riqueza visual y con una ironía psicopatológica en los retratos de sus “raritos”, que no pocas veces nos deja tocados frente a unos personajes no tan alejados de nuestra cotidianeidad como podrían parecer a primera vista. Su imaginación no tiene límites. La exuberancia de sus formas narrativas y estéticas es asombrosa, y la exhibe incluso con aspecto artesanal de animación plana y sobre papel, casi sencilla, pero tan rica en realidad que deberían dejarnos usar el pause para no perdernos detalle. Es increíble. Divertida, crítica, emotiva, cruel (casi sádica, al gusto japonés). Una leyenda oriental sobre un infame vertedero canino; de esas milenarias que hablan de ancestros, de dinastías, de totalitarismos nipones, pero que en realidad hablan de la injusticia, la lealtad y el amor, pese a sus formas sombrías y apocalípticas. Valores que se personalizan en la bondad animal frente a las personas. Una primera conclusión sería tal vez demasiado simplista, pero sin duda acertada: quien maltrata a los animales no es un individuo de fiar. Es mala persona. Pero además de la animalista evidente, también hay lecturas reivindicativas sociopolíticas, medioambientales, caricaturescas injerencias contraculturales, y simples pulsiones emocionales y concesiones al entretenimiento, incluso al chiste fácil, que articulan las relaciones que vertebran un relato de aspecto manufacturado, y que reivindica la vida de la animación más allá de los límites de Pixar. Brillante.