Todos tenemos nuestros miedos. Algunos son cuentos infantiles, otros leyendas urbanas, o tradiciones siniestras o cosas de familia, que contaban los viejos. Cada uno los suyos y todos estremecedores, pero tal vez el peor, y el que nos hermana a todos, es sin duda el miedo a no poder ser nosotros mismos, a ser represaliados por ser como somos, a sufrir por ser diferente, tanto si nos mostramos como si nos reprimimos. Y sobre eso y mucho más reflexionó sobre el papel Núria Vizcarro, que lo hace ahora en escena, muy bien acompañada por Laia Porcar, a las órdenes de J.M. Albinyana, que las llevó a las puertas de un Max – y eso más que miedo, debe dar vértigo-. Un interesante ejercicio en fondo y forma. En los planteamientos y en la estructura narrativa, multiplicando puntos de vista, con personajes a dos voces, tirando de sabiduría popular, de crónica de un pueblo, del formato documental, de ingenio visual, y de efectismo escénico. Y todo desde una óptica íntima y sin cuarta pared, pues para nosotros son también las instrucciones para no tener miedo si viene la pastora. Ese personaje hermafrodita, maqui, fugitivo, incomprendido y vejado, pero sobretodo real, que prefería morir de un tiro que de torturas, y que deviene paradigma de la injusticia y personaje de novela neorrealista sobre la España profunda. Esa pesadilla que todos llevamos dentro y es tan difícil de extirpar. Y para contarnos su historia, que también es un poco la nuestra, usan el humor y la complicidad de las distancias cortas, y también el metateatro, pues qué es la vida sino una representación, a veces con público y a veces no, pero al fin y al cabo una historia que tarde o temprano llegará al final. Y eso también asusta, y conmueve, completando una magnífica y atípica propuesta.
Javier Matesanz
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