No me resulta sencillo escribir sobre Holy Motors. Más allá del impacto ‘stendhaliano’, dejo reposar el carrusel de escenas casi perfectas y lo primero que me viene a la cabeza es una ristra de dudas. No sé deciros si estamos ante una obra maestra y perdurable, ignoro si es una película recomendable para públicos diversos y hasta me pregunto cuantos mensajes y metáforas se me habrán escapado. Lo que tengo claro, y aquí comienzan mis certezas, es que la quinta película de Leos Carax (‘Los amantes de Pont-Neuf’, ‘Pola X’…) es un delirio apasionante que incluye una bella y radical declaración de amor al cine, con tributos más o menos explícitos a Franju, Kubrick o Lynch.
A través del camaleónico Monsieur Oscar – increíble Denis Lavant – y de su enorme limusina blanca recorremos el París gótico, sublime, y asistimos a once historias formidables, microfilms con vida propia, unidos esencialmente por el personaje central y por la pasión que transpiran hacia el séptimo arte. Ahí están buena parte de los géneros, formatos e incluso etapas cinematográficas. El drama, transversal a todas las subtramas, pero expresado con intensidad en el propio protagonista, actor eterno enfrentado al bucle vital que marca sus destino; la fantasía romántica de un Quasimodo enamorado de la Bella (Eva Mendes); el thriller surrealista; el musical (Kylie Minogue), la técnica de motion capture (impresionante coreografía) y hasta un guiño al cine futurista donde las máquinas tiene alma.
Aprehender, y comprender, todo lo que ocurre en la película se me antoja imposible, y supongo que habrá tanta lecturas como espectadores, pero al margen de todo lo que expuesto, hay un par de aspectos – universales – que la hacen grande: la hipnótica estética de las imágenes, la libertad creativa que destila, la elegancia con que está rodado cada plano y el misterio que la envuelve. Hay que seguir creando, interpretando, fabricando historias… porque, tal y como sentencia Oscar, ‘la belleza del gesto’ de hacerlo ya lo vale.
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