Handia significa grande, pero también estupendo, magnífico. Una palabra en euskera con más acepciones que la referida únicamente al tamaño, y que por tanto define a la perfección al personaje central y razón de ser de la leyenda vasca narrada en este film. Al término tal vez solo le falte, para ser del todo preciso, aludir a la condición algo ingenua, simplona de ese niño grandullón que pese a su edad sigue siendo el protagonista. Un relato que transita los vastos territorios de la cultura vasca del XIX: rural, conservadora, costumbrista y endogámica, herida y deprimida pero orgullosa; y también la orografía íntima de un ser excepcional, afectado de gigantismo y convertido en uno de aquellos entrañables monstruos de barraca (freaks), pero no por ello menos humano. Una existencia marcada por la diferencia y por las carencias, por el rechazo y el miedo, pero también por la complicidad y la necesidad, por el cariño áspero de los tiempos difíciles y los déficits afectivos de quien vulnera la normalidad. Un drama de tan grandes dimensiones como las de su descomunal protagonista.
La película está rodada con tosca elegancia por sus realizadores, cuidando hasta el último detalle de la ambientación, tanto en el diseño de producción como en lo referente al raído vestuario. Y la elección de Joseba Usabiaga como el gigante de Guipúzcoa (merecidísimo Goya revelación) es el colofón. Su presencia es hipnótica. Transmite una veracidad que sobrecoge y enternece a la vez. La secuencia del lobo en la nieve, con más curiosidad que hambre, se convierte casi en un efecto espejo para el espectador, que no puede dejar de mirar y sorprenderse, a la vez que compadecerse de ese antihéroe abocado a un triste final. Aunque no sin antes tener ese noble gesto que le convertirá en leyenda, y le regala al film uno de esos emotivos desenlaces que redondean las ficciones de incierta veracidad.
Javier Matesanz
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