Pese a que estos últimos años no han sido especialmente buenos para el cine español, al menos en lo que a popularidad se refiere -y por favor que nadie esgrima el ejemplo de “Torrente” para contradecirme-, sí que ha ocurrido en cambio algo muy positivo que invita al optimismo y permite vislumbrar un definitivo, aunque lento, alejamiento de la españolada y otros detritus fílmicos muy nuestros. No son pocos los directores hispanos que se han atrevido con géneros históricamente desterrados de nuestros platós, o cuando menos de infrecuente cultivo, sin por ello perder el acento español ni las señas de identidad de nuestro cine. Sin abrazar el tópico cañí ni reincidir en la caspa de las crónicas de postguerra. Es el caso de casi todo Amenábar, del Orfanato de Bayona, del western crepuscular de Mateo Gil (“Blackthorn”), de la robótica Eva de Maíllo, de las paranormales Luces rojas de Cortés y, sobretodo, del muy áspero y contundente Urbizu, de quien el mismísimo Harry Callahan hubiera aplaudido y envidiado su “Caja 507” o la sobrecogedora “No habrá paz para los malvados”. Puro y buen cine negro policiaco, que ahora regresa a las pantallas nacionales sin complejo alguno de la mano de Alberto Rodríguez con la excelente “Grupo 7”. Un grupo salvaje a la andaluza que no es el Pekinpah porque Sevilla no es la frontera mexicana, pero que en absoluto lo desmerece.
Su argumento no es muy original. Policías de narcóticos con métodos más que discutibles y de dudosa legalidad limpiando las calles de camellos y yonquis para lavar la cara a la ciudad anfitriona de la Expo 92. Lo que destaca la cinta por encima de la media, lo que le otorga personalidad y solidez a sus imágenes y al relato en su conjunto, es el pulso dramático, creíble e intenso en todo momento; la contundencia del ritmo, más visceral que atropellado; la contención de la violencia, mostrada con toda crudeza, pero evitando el exhibicionismo gratuito y la tentación de la espectacularidad comercial; y unas interpretaciones de corte realista, con actores-personajes que sudan y padecen, que dudan y temen, que aciertan o se equivocan, porque son personas y no héroes, policías de la calle y no inspectores de película. Y el espectador lo nota. Casi lo huele. Se siente cercano. Tenso. Hasta se cree a Mario Casas. Y no es fácil.
Em vaig dur una sorpresa amb en Mario Casas, si segueix així, va bé, seguiré veient pelis d’ell. La veritat és que vai anar al cinema a veurer-la pel guió i el contexte ja que el génere m’agrada).