Llevaba un par de días preguntándome sobre lo que tienen de realistas esos paseos espaciales de Sandra Bullock y George Clooney cuando, de repente, hablaron los astrofísicos. Efectivamente, la propuesta de Gravity no se aguanta desde un plano científico, y eso molesta. Lo que ocurre es que son tan potentes el planteamiento y la ejecución, tanto a nivel conceptual como visual, que uno puede perdonar ciertas licencias del guión sin demasiado esfuerzo.
Alfonso Cuarón – ecléctico autor que igual rueda una road-movie iniciática (Y tu mamá tambien) que una drama apocalíptico (Hijos de los hombres) o un capítulo de Harry Potter – ha filmado el abismo, como nunca antes se había hecho; con la crudeza que nos recuerda que somos una mierda en una inmensidad, y al mismo tiempo con la poesía que desprenden las emociones humanas cuando brotan del sufrimiento. Un grave accidente a 600 kilómetros de la Tierra obliga a una doctora que trabaja para la NASA y a un veterano astronauta a emprender el viaje más incierto de sus vidas. La odisea en el espacio se conjuga con la relación, de amistad-necesidad, que se establece entre los protagonistas, sus miedos y sus dramas personales; mochilas cósmicas con oxígeno limitado y mochilas sentimentales, de las que pesan hasta lo insoportable: una metáfora de la vida donde el optimismo de él y el empeño de ella sirven de catalizadores de un drama que, en su conjunto, destila altas dosis de existencialismo. Genialmente rodada, y acompañada de una música de lo más sugerente (Steven Price), la cinta deviene en una delicada coreografía capaz de emocionar al más insensible mientras plantea preguntas de difícil respuesta. Y todo ello, sin dejarte pestañear.
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