Fatih Akin es un observador y un narrador rotundo. Un cronista excepcional, que se mueve más a gusto en ambientes sórdidos y conflictivos, entre inadaptados, colectivos de riesgo, inconformistas, perdedores en busca de un destino menos crudo, gente discordante, pero luchadores todos. Supervivientes en territorios hostiles. Basta repasar su filmografía, impactante y sobrecogedora, para contrastarlo. Fascinante, aunque amarga, dura, dolorosa. Y Goodbye Berlín no lo es menos, aunque inicialmente sorprenda en su propuesta, sus planteamientos e incluso por el escenario humano escogido, y extraído por primera vez de la imaginación ajena vertida en las páginas de una novela. Un viaje iniciático de dos adolescentes problemáticos, y raritos. Frikis, dirá más de uno, aunque creo que encajan más en la definición de pardillos. Pero lo curioso es cómo dejan de serlo. A las bravas. Afrontando el mundo y la vida sin normas ni barreras, ni legales ni morales. Frente a la frustración, desinhibición; y frente a la ingenuidad, sobredosis de experiencia, y supervivencia. Y allá que se van, aprovechando su desarraigo familiar y social – de muy diferente naturaleza-, a pasar un verano itinerante, en forma de road movie imberbe, a bordo de un cochambroso Lada robado y con la libertad sin reglas como único objetivo. Un adiós a la inocencia que no solo es un retrato generacional, sino un retrato social que puede extrapolarse a la inestabilidad generalizada que vive una sociedad sin valores, sin principios, egoísta, desnortada… y que en el film viene encarnada por todos y cada uno de los adultos con frase. Suficiente mediocridad como para que nos identifiquemos, o al menos solidaricemos, con la locura y la insensatez de unos chavales que acceden a la vida adulta por la puerta equivocada, pero que seguramente lo hacen más felices de lo que nunca serán acatando el modelo que se les viene encima.
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