El fútbol es más que un deporte en la Argentina. Una religión popular. Y tanto es así, que en un alarde de atrevimiento cinéfilo, la película se abre con un paródico homenaje nada menos que a 2001: una odisea del espacio, atribuyéndole al deporte rey el mérito de la evolución humana, pues al parecer fue con el primer zurdazo de un simio cuando empezó la civilización (sic). De modo que no es extraño que Campanella (El hijo de la novia o El secreto de sus ojos) optase por calzarse las botas y saltar a la cancha de la animación infantil a disputar un partido de cuento con moraleja incluida. De las que apelan al trabajo en equipo, abogan por la humildad como virtud frente al defecto de la soberbia, y nos anima a perseguir los sueños aunque parezcan imposibles, porque como tantas veces demostró Maradona, los milagros existen y son posibles, y la única forma segura de fracasar es rendirse y abandonar.
Nada nuevo en realidad, pero narrado a buen ritmo y con una particular estética que conjuga la sofisticación de la animación yanqui con una cierta autenticidad latina, que resulta cercana y cómplice. Una combinación que, sin ser demasiado sorprendente en sus premisas ni en su desarrollo, hace que por pura simpatía acabemos congeniando con los bochornosos miembros del equipo de pringaos, y con los humanizados muñecos del futbolín (“metegol” por aquellos lares), que les echan una mano a la hora de neutralizar a unos rivales muy superiores en el campo pero cegados por su ambición. Un poco en la línea de Evasión o victoria, que aunque no de forma explícita no me extrañaría que estuviera en la lista de referentes del director.
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