Planteada como un juego de estrategia, de esos de mesa como el Stratego o tantos otros de la era digital en consola, la película narra la ejecución de una operación militar de espionaje y ejecución antiterrorista coordinada desde varios países vía teleconferencia, línea telefónica e imágenes en directo captadas por drones de camuflaje. Y lo cierto es que la película funciona bien como ejercicio de intriga. Ritmo ligero pese a la ausencia de acción, moderada tensión dramática y, aunque previsible, emocionante. No es ese el problema del film, sino que el subtexto es abominable. Directamente justifica la prepotencia militar y legitima el poder de decisión burócrata para disponer de las vidas humanas, sean buenos o malos, víctimas colaterales o terroristas. Todo es una cuestión de cálculo, de estadística, de probabilidades. Y es deleznable por cuanto tiene mucho de real. No cuesta imaginar ese siniestro y sangriento vodevil telefónico de despacho, que nos pasea de sillón en sillón como si se tratara de un videojuego interactivo del que tuviéramos el joy-stick, y que consistiera en matar gente que “se lo merece”, matando a las mínimas que “no deberían estar ahí”. Bajas asumibles, les llaman. Es tan desagradable y tan miserable que, aun sin proponérselo, casi les ha salido un film pacifista, pues nadie en su sano juicio saldrá de la sala sin despreciar profundamente a esos chupatintas con galones y cargos que matan a distancia haciendo complejos cálculos de estimación porcentual de bajas. Y no, no les redime dudar un poquito porque una niña vende pan junto al objetivo.
Lástima que grandes intérpretes como Helen Mirren o Alan Rickman, en lo que se ha convertido en su legado póstumo, colaboren con su solvencia profesional a dar empaque y cierta categoría a estos productos fascistoides que consideran unas muertes mejores que otras.
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