Lo mejor de la película es la inesperada y rotunda bifurcación del argumento, que a priori prometía rutina policial y convencionalismo dramático abundando en el tema de los amigos de infancia que acaban enfrentados cada uno a un lado de la ley. O sea, una película mil veces vista. Pero no. O al menos no exactamente. Porque pasar pasa eso, sí, pero bien resuelto y con algunos alicientes extras y sorprendentes que desentumecen el ánimo del espectador y tensan sus receptores emocionales. La cosa no va a ir por donde parecía, aunque el sendero sea limítrofe al estereotipo de investigación de “estupas” con infiltrado en narco-banda mafiosa. El producto se diferencia del vulgo comercial en una estética más áspera y feísta, una fotografía turbia y descolorida, y una realización nerviosa, incómoda, que busca el rechazo y no la empatía con unos personajes mucho más interesantes que la historia que transitan y protagonizan. Y en ellos focalizamos nuestra atención, pues sus aledaños delictivos se parecen demasiado a muchos de cuantos hemos visitado en cientos de pantallas, mientras que la relación enfermiza, de amor-odio, de desconfianza y dependencia mutua, que se establece a dos, a tres y hasta a cuatro bandas, resulta de lo más intrigante e intensa. A ratos conmovedora. Algo de lo que tiene bastante culpa el contundente carisma de Matthias Schoenaerts (algo así como un Michael Fassbender belga) y el difícil pero convincente rostro de Reda Kateb, el renegado del barrio convertido en policía.
El realismo sucio y crudo con el que esta rodado el film es su principal seña de identidad, y lo que hace que destaque sobre la media de este trillado terreno del drama delictivo. Momentos como los de los sicarios, tanto en la matutina secuencia inicial que desencadena la trama como en el desenlace nocturno, definen esta buena película.
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