En el ojo de la tormenta

A veces uno tiene la impresión de que es el telediario, y más concretamente la sección de sucesos, la que marca la dinámica de ciertos departamentos creativos de Hollywood. Aquellos encargados de los denominados blockbusters, y que parecen pegar más fuerte si se basan y desorbitan presuntos hechos reales o probables. Así, cuando una secta satánica se atrinchera en un rancho, película al canto; cuando cae el terrorista más buscado, película; cuando un tsunami barre las costas asiáticas, otra más; cualquier magnicidio que se preste, acaba también en película; y desde luego, tras el Katrina y sus numerosos imitadores meteorológicos de feroz y destructiva intensidad, no falta nunca un film sobre catástrofes naturales que eleve el morbo a la categoría de espectáculo gracias a los soberbios f/x de la era digital. Y hete aquí el último de los ejemplos, que no aporta nada de nada, porque ya estaba hecha Twister (1996), pero que confía en la poca memoria del público (tampoco merecía el esfuerzo, la verdad) y en el cambio generacional, que prefiere los tornados de ahora a los que perseguía con idéntico ahínco Helen Hunt hace casi dos décadas. Hoy los efectos molan más, el sonido es envolvente, las butacas vibran (sólo en algunas filas, bien es cierto) y, desde Monstruoso (2008), las amenazas apocalípticas (sean naturales o extraterrestres) se graban en video y con mucho plano subjetivo, que les da un ritmo más vertiginoso y nos implica hasta el mareo en el histerismo visual. Y esa es toda la propuesta, porque el guión no creo que supere las cinco o seis páginas. Y si hubieran cortado los prescindibles diálogos (algunos bochornosos, otros cursis, otros directamente ridículos en su afán cómico) aún podrían haberlo reducido a dos. Pero la cuestión es que sus imágenes son tan impresionantemente realistas que uno no tiene tiempo de aburrirse. No lo miren como una ficción, sino como un dramático documental que es mentira pero no lo parece. Todo lo demás es “lo que el viento se llevó”, prescindible.