Alessandro Baricco es un escritor de distancias cortas. Tal vez por ello, y por cierto sentido de la coherencia creativa, sus mejores novelas sean también breves, aunque íntimamente intensas. “Emaús” no está quizás a la altura de sus dos joyas imprescindibles: “Seda” y “Novecento”, pero no anda lejos. Igual que ellas es conmovedora, sobrecoge y enternece por su cercanía, que te hace sentir las emociones bajo la piel, haciéndote partícipe tanto de la historia como de las sensaciones que destila, como si fueras uno más de los personajes que pueblan el libro, que viven en sus páginas y que, al final del relato, conoces como si las suyas fueran tus experiencias compartidas. Y eso que poco o nada comparto inicialmente con ellos: el Santo, Bobby, Luca o Andre, inmersos en una sociedad conservadora, reaccionaria y de atrofiantes convicciones cristianas, no exenta de contradicciones, pero asfixiante. Y en cambio, acabé la lectura y ya los echo de menos. Baricco atrapa, casi hipnotiza de pura autenticidad sentimental y por su excepcional capacidad, sencilla en apariencia, para crear sobre el papel personajes de carne y hueso, que trascienden a la mera fantasía acotada en una historia, y se perpetúan en la memoria del lector, confundiéndose con los recuerdos de realidad.
Para curiosos, Emaús: Aldea hacia la cual Cleofas y un compañero anónimo iban desde Jerusalén después de la resurrección de Cristo. Mientras estaban por el camino se les unió el Jesús resucitado, que conversó con ellos mientras caminaban hasta llegar a Emaús, donde los dos discípulos descubrieron quién era el huésped. La aldea de Emaús, de acuerdo con la mejor evidencia textual, estaba a unos 11 km de Jerusalén.
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