El western es para muchos un cine de aspecto anacrónico, nostálgico, viejuno, reservado para melancólicos del clasicismo de tonos sepia, pero nada más lejos de la realidad. No se prodiga demasiado como género, es cierto. Y tal vez no tenga demanda actual como para hacerlo. Pero de tanto en tanto reaparece y demuestra con creces que es un terreno tan bueno o mejor que cualquier otro para exponer sin filtros el muestrario de nuestras emociones y nuestras miserias íntimas, que es lo que a simple vista nunca lucían los rudos vaqueros de antaño (error histórico de público complaciente, pero que ahora no viene a cuento). Y el último ejemplo de lo dicho, cuando en nuestra memoria aún resuenan ecos de la inesperada Brokeback mountain (2005) o la inclasificable Los hermanos sister (2018), es El poder del perro (Jane Campion, 2022), que enmarcada en el polvoriento escenario de un rancho ganadero, bajo la apariencia brusca de quien trabaja más que siente, y vive al ritmo que marca la supervivencia tosca y adusta del salvaje día a día, explora los rincones más delicados de la condición humana. Aquellos que tememos compartir porque nos definen y podrían traicionar nuestra imagen pública.
El poder del perro es una historia formidable. Sugerida. Susurrada. Pero lo suficientemente explícita como para resultar apasionada y cruel, hermosa y triste. Narrada con delicadeza pero pulso firme, atendiendo a los detalles y deteniéndose en las miradas y gestos en detrimento de la acción, pero siempre intensa y por ello nunca lenta. E interpretada con estoica sabiduría por un Benedict Cumberbatch monumental en su contradicción existencial.
Javier Matesanz
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