El trabajo dignifica, y su ausencia desespera. Cultura popular, siempre sabia y atinada, aunque en este caso afectada de un cierto desequilibrio en lo que se refiere a las consecuencias de un caso u otro, pues trabajar dignifica lo justo, y según el empleo y el patrón, además, y en cambio la desesperación del parado involuntario y de larga duración tiende al infinito, y suele mellar la moral y la psique con saña y a partes iguales. Y si no que se lo pregunten a los tres protagonistas de El plan. La adaptación de una pieza teatral homónima que, sin escapar de las limitaciones escénicas que exigen minimalismo y austeridad, vuelca todo el peso de la función sobre las interpretaciones y los diálogos que manejan, y que poco a poco van desgastando incluso al espectador más optimista e impermeable al desaliento. Pero sin dejar de sonreír. Tremendo mérito de Polo Menárguez. Un auténtico malabarista de emociones a cámara lenta, que demuestra saber dirigir y dosificar actores, siempre a las riendas de un relato lánguido y deprimente, con restos de guasa desganada, que roza a ratos la inanición, pero que necesita llegar a cero para sorprender después con un mazazo que nadie de la platea olvidará en una temporadita. Y para ello cuenta con los cómplices perfectos. Antonio de la Torre tirando del carro de ese plan de gente sin planes que desconocemos e intuimos macguffin; Raúl Arévalo en su rol de “colgao” con sobradas razones, siempre convincente y empático; y un para mi desconocido Chema del Barco, que hace de su discreción virtud y con su actuación a bajas revoluciones se va comiendo la película hasta llegar a eclipsar todo aquello que le rodea. Impresionante su trabajo. Aunque el giro de guión que, en sus manos, nos congelará el aliento, tal vez se alarga demasiado entre susurros y desmemoriados lamentos. Tanto que minimiza en parte la sorpresa y su impacto.
Javier Matesanz
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