Hay personajes que son en sí mismos una película. El padre de El padre es un ejemplo meridiano, pues la película no es sino un retrato de ese personaje consumido por la senilidad, que interpreta con su habitual y magistral convicción un Anthony Hopkins soberbio, que encarna la decadencia con un naturalismo que conmociona. Y a partir de ahí solo hay que mirarlo y admirarlo, aunque el film acumule otro méritos. Por ejemplo, asumir en su narrativa el desorden que rige la cabeza del anciano, otrora razonable y amable, y ahora desnortado y díscolo. Una original manera de hacernos partícipes del drama familiar, ya que el relato nos despista con unas disfunciones narrativas que se corresponden con la mente fracturada del protagonista. Una hábil manera de favorecer la empatía con la desesperación, y por ende disfrutarla dentro de lo posible.
Zeller apuesta por adoptar en su dirección el caos mental del padre, y de este modo sumergirnos en él y experimentar la angustia de un tercero en primera persona. Una alternativa creativa que convierte un relato sencillo en una película compleja y magnífica.
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