La trayectoria del cine de Iciar Bollaín es un viaje emocional. Siempre itinerantes, siempre en el camino, sus historias hablan de gente en tránsito buscando su lugar, sus raíces. Y es ahí, aprovechando una imagen tan clara como evidente, donde conectamos con El olivo. Una historia hermosamente triste. Tal vez previsible y algo obvia en los símbolos utilizados con terquedad, pero emotiva, sincera y sobrecogedora. Y es que todo aquello que contiene verdad nos resulta conocido, pero no por ello hay que considerarlo reiterativo. Conviene insistir cuando se trata de mantener las convicciones, sean sociales, económicas o sentimentales. Y más si la película incluye las tres vertientes, pues algo hay en ella de denuncia social y de retrato de un panorama desolador, acentuado por la crisis pero producto de una inercia socioeconómica sin retorno posible. Los valores han cambiado, y los intereses aún más. No hay lugar para los sentimentalismos, para los negocios a la antigua usanza, para las causas perdidas, la bonhomía y la solidaridad cuando se habla de inversiones, de márquetin, de deudas, de bancarrotas, de consumismo, del paro, de llegar a fin de mes… Pero la película se posiciona en contra con su único y convincente mensaje: “las personas antes que los intereses”. Es reivindicativa en ese sentido. Y nos lo expone Bollaín con un cuento sencillo y algo absurdo en su contumacia. La crónica de una quimera íntima. Así, con la excusa de un drama familiar lleno de amor, que no es especialmente original, y que acude a lugares comunes y a más de un cliché, el relato funciona por atávico, por telúrico, por auténtico. Unas fuerzas, todas ellas, que van más allá de la lógica. Y por eso nos hace pensar en términos universales, a pesar de hablar de un viejo, su nieta y su olivo. Porque es mucho más. Las cosas sencillas suelen serlo.

El olivo
Dirección: Iciar Bollaín Guión: Paul Laverty Intérpretes: Anna Castillo, Javier Gutiérrez, Pep Ambrós.
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