El debate de la necesidad actual de hacer remakes de películas de todo pelaje y condición daría para un pesimista ensayo de 200 páginas, pero no es el momento ni el lugar. Asumamos que vivimos tiempos de comodidad y dejadez creativa – conformismo fílmico, en pocas palabras-, y disfrutemos de lo que hay cuando tengamos motivos para ello, porque las oportunidades son más bien escasas. Por ejemplo El jugador (2015). Una película mil veces vista, sí, y no sólo porque sea una versión actualizada de la protagonizada por James Caan en 1974, sino porque el rol de ludópata que se mete en líos financieros con usureros mafiosos e intenta salir por la vía del azar hundiéndose más y más en su deuda autoinducida y suicida hasta que le redime una preciosa joven que ya daba por perdido su amor, de tan frecuente es un estereotipo. Pero eso no significa que no funcione si está bien hecha, bien conducida. Y ésta lo está. Incluso Mark Wahlberg resulta de lo más convincente en su doble papel de intelectual existencialista y autodestructivo, y compulsivo adicto al juego en su variante más temeraria. Y aunque la cinta tiene puntos débiles – muy débiles, de hecho-, como algunos personajes y su relación con el protagonista (el tenista universitario, resuelto en dos brochazos incoherentes) o conversaciones de novela negra por entregas demasiado alargadas y de una inverosímil retórica entre delincuentes, lo cierto es que atrapa por su intensa capacidad de implicarnos en la angustia del personaje. En su irrevocable caída a los infiernos de una desesperación que parece no querer evitar. Y todo ello dando vueltas sobre una misma idea y sin avanzar demasiado. Lo cual podría parecer contraproducente, pero que en cambio entretiene e incluso intriga, para resolverse en una pirueta final complaciente que podría haber sido más contundente de haber roto su compromiso comercial con el consabido sentimentalismo.
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