Con permiso de Jane Austen, Orgullo y prejuicio es el título que le viene que ni pintado a este film libanés, que con todo merecimiento optó al Oscar extranjero. Y es que se trata de una crónica contumaz de los dramáticos prejuicios que han generado la dilatada tragedia de Oriente Medio. Un insulto, el del título, aparentemente intrascendente, pero que desata el drama personal, social, político, ideológico, religioso. Y es que en tamaño polvorín solo falta una excusa, una chispa. Ese pulso a dos entre cabezotas de distinto credo que desemboca en una nueva guerra, o casi. Tozudez llevada al límite. Pero no irracional, sino motivada por sufrimientos emocionales extremos, que van desgranándose en el film con precisión quirúrgica, a veces surgidos del subconsciente, a veces del resentimiento, enquistados en dolores de pueblo, de raza, de familia. Y no hay al fin vencedores ni vencidos. Al menos vencedores seguro que no. Ni un final condescendiente o contemporizador. No van por ahí las intenciones. El arbitraje narrativo juega siempre sobre el filo de la navaja de tan delicado conflicto, y reparte razones y defectos, argumentos y desvaríos, simpatías y rechazos. Y lo hace de modo equilibrado, alternado, para no tomar parte ni obligarnos a hacerlo, porque tampoco hablamos de buenos ni de malos. Aquí todos tienen luces y sombras. Muchas sombras. Y uno acaba absorto frente a la sinrazón de la batalla judicial; y de la barbarie colateral que ésta incita, y que al inflamarse deriva de lo personal a lo nacional. Tremendo. Y lo que es peor: cierto y frecuente.
Y aún otro valor añadido a tener en cuenta en el relato para sacudir nuestras conciencias occidentales, tan pretendida y pretenciosamente civilizadas: antes de juzgar, ver y conocer otras culturas, otras realidades, contemporáneas y no tan alejadas. Ni tan diferentes, en realidad. Lavapiés está aquí al lado.
Javier Matesanz
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