Se acabó. Segunda trilogía finiquitada. Pero no desesperen amigos tolkianos, que aún queda El Silmarillion. Y sí, ya sé que Peter Jackson no ha dicho nada al respecto, y que se trata prácticamente de un manual de instrucciones; de un volumen de historia fantástica de cómo y cuándo y dónde nace cada quién y cada cual. Un libro casi genealógico de Tierra Media imposible de adaptar al cine. Pero tampoco se esperaba nadie que las escasas 320 páginas de El Hobbit dieran para una trilogía a razón de dos horas y media por película. Y ahí está, y está muy bien, además. Entretenida, vibrante, contundente, estridente, emocionante, épica y mítica. Un colofón extraordinario a unas primeras tres partes que deberían empezar ahora, pero que en cambio, tomando ejemplo de la madre de todas las sagas fantásticas, Star Wars, se hicieron y acabaron antes de que empezara lo que se debería haber contado en primer lugar, que es lo que hemos visto ahora. En fin, un lío formidable y maravilloso que nos ha tenido entretenidos y fascinados durante catorce añitos, nada menos. El señor de los anillos: la comunidad del anillo se estrenó en 2001, y El Hobbit: la batalla de los cinco ejércitos acaba justo en el punto en que aquella empezó. Con Gandalf en la Comarca llamando a la puerta de Bilbo Bolson en busca del anillo. Lo sé, es el momento perfecto para recuperar la trilogía inicial y pasarse nueve horas cronológicamente lógicas frente al televisor.
En la misma línea que el resto, este último capítulo es monumental. Las batallas marcan el ritmo de la acción y el pulso del drama, que llega a momentos de inusitada intensidad. Tan largas son las secuencias bélicas (o la trágica destrucción de la ciudad del lago a cargo de Smaug), que nos falta el aliento, como a los mismos enanos, como a ese maltrecho Gandalf o al saqueador pies grandes que a todos asiste con modestia de pequeño héroe. Pero con un gran secreto en el bolsillo; su tesoro.
El espectáculo es ensordecedor, trepidante… Visualmente aturde, estremece, hipnotiza. Una auténtica exhibición de imaginería fantástica y un derroche de talento inigualable que va más allá del departamento de f/x, pues el orquestador neozelandés tras la cámara, que ha demostrado saber incursionar en el pequeño y mediano formato con idéntica soltura y eficacia (Criaturas celestiales y The lovely bones), certifica su capacidad para llevar los mandos del mayor espectáculo del mundo manteniendo el equilibrio entre el qué y el cómo, entre la asombrosa historia que concibió Tolkien en dos dimensiones y la tridimensionalidad alucinante de un carrusel fílmico digno de un parque temático.
Cine de leyenda que trasciende el puro espectáculo, pues ha convertido la referencia literaria en un clásico moderno del cine. Si te gusta el género, no se puede pedir más. Y sí, hay imprecisiones, licencias que alguien considerará intolerables, matices infieles a la letra y personajes agregados por arte de cine. Pues eso que ganamos todos. Ojalá el señor Jackson haga El Silmarillion. Show must go on.
Javier Matesanz
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