Quizá la estridencia y el manierismo estaban justificados en Moulin Rouge; el musical sobre musical podría entender de colores intensos, zooms y coreografías incesantes. Y digo que quizá porque a mi me aquella peli, la que dio a conocer a Buz Luhrmann, a mi me acabó saturando. No obstante, la aguanté y creo que supe apreciar algunos hallazgos (esos movimientos de cámara novedosos, arriesgados). En el caso que nos ocupa ya ni he entré. No pude, no me dejaron. Iba ‘vestido de calle’, dispuesto a ver una película y me asaltó un carnaval eterno, chillón, desmesurado (y eso que ‘sacrifiqué el 3D por verla en VO), donde la historia – la de la novela, la de ese personaje misterioso fascinante llamado Gatsby, con sus amigo, su amada, su pasado – queda eclipsada por los fuegos de artificio. Todo me pareció una excusa: Scott Fitzgerald, DiCaprio, Carey Mullygan, Tobey McGuire (con cara de lerdo toda la cinta), las intrigas, el adulterio… todo un pretexto con el que pasar de escena para volvernos a llevar a las fiestas (¿Cuántas hay en toda la cinta? ¿seis? ¿siete?), los únicos acontecimientos donde el director parece sentirse cómodo, donde puede aflorar toda la pomposidad, donde más y mejor puede ‘transgredir’ (aquí substituye el fox trot y el charleston de la época por la música disco y se queda tan ancho), donde reina el meneo, la contorsión, el exceso sensorial, la hipérbole. Fuera de ahí, es decir, en las conversaciones destinadas a revelar cosas importantes, en el retrato de los sentimientos, en el manejo de los conflictos (la acalorada discusión entre Gatsby y Buchanan es de vergüenza ajena) Luhrmann naufraga, fracasa estrepitosamente, da pena. Me esfuerzo por salvar algo y sólo me sale Elisabeth Debicki, y me refiero a ella, a la actriz, porque el personaje tampoco es que dé para mucho. Lástima de presupuestazo tirado a la basura.
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