El faro de las Orcas

El paisaje es una película en sí mismo. Las costas acantiladas de una reserva natural de la Patagonia frecuentada por unas orcas únicas en el mundo que han aprendido a cazar lobos de mar varándose en la orilla. Y el personaje venía de serie. Beto, un guardafauna del parque que tiene una relación íntima con ella que va más allá de la mera observación de los cetáceos. Se comunica y nada con ellos en su hábitat salvaje. Una amistad documentada en imágenes reales, ya que el biólogo existió y existe de verdad. Pero con todo ello había que armar un relato, y la tentación del sentimentalismo en semejante paraje natural resultó irresistible a sus creadores, que tenían entre manos una experiencia verídica del protagonista con un niño autista, que podían aderezar además con una minimalista historia de amor entre madre y prócer. Y el resultado cae de lleno en el estereotipo. No deja de ser tierna y a ratos conmovedora, pero nada más. Con un conflicto esquemático y harto previsible. Las cosas se ven venir y vienen. Visualmente es hermosa, pero convencional. Es mejor lo que se ve que lo que transmite, aunque la historia sea sentida y se agradezca su austeridad emocional, que no abunda en el tópico como recurso fácil para exprimir lagrimales. Y esa querencia por el  esteticismo es un problema, pues el contexto, sea paisajístico o escenográfico, debe ser siempre un contenedor –por mucho protagonismo que tenga, y aquí lo tiene-; pero en este caso eclipsa por completo el contenido, que parece un simple complemento, una excusa para llevar a cabo este impresionante documento natural, que sin el dramatismo familiar adjunto podría haber sido producido por el mismo National Geographic. Y conste en acta que tanto Maribel Verdú como Joaquín Furriel están muy ajustados y convincentes en sus roles, y que no hay concesiones al happy end que pudieran suavizar la trama, y que hubieran acabado por neutralizar cualquier interés por el relato.