El cuento de las comadrejas está lleno de cine. De amor al cine, de homenajes metacinematográficos, de guiños a películas, de estereotipos fílmicos en modo nostálgico y silente, de juguetones chistes cinéfilos, y hasta flirteos genéricos con la opereta, el vodevil o los esquemáticos gustos del suspense a lo Agatha Christie. Todo en versión y formato muy argentinos, con ese histrionismo operístico que solo ellos saben hacer creíble y cotidiano, y concediéndole al lenguaje y a la interpretación todo el protagonismo de un relato que el rocambolesco guion convierte en truculento divertimento para los amantes del humor muy, muy negro. Y aunque tal vez se alargue más de lo preciso, y algunos giros y soluciones apelen a nuestra benevolencia, lo cierto es que la cinta entretiene e intriga del modo más ingenuo, pues consigue que aceptemos e incluso empaticemos con el juego de esta camarilla de artistas jubilados frente a su última gran función, que algo tiene de justicia poética, pero que más parece un cuento moral que un thriller crepuscular. Y es que si una cosa tiene Campanella es que sabe inferir el tono adecuado a cada una de sus historias, que parecen concebidas para evitar el encasillamiento. El hijo de la novia, El secreto de sus ojos y las comadrejas, por citar las más conocidas, no tienen apenas nada en común; por no hablar de Futbolín (2013), cinta animada de temática balompédica.
Difícil de definir, por todo lo antedicho El cuento de las comadrejas es sobre todo una comedia negra, pero con múltiples pliegues genéricos e infinidad de lecturas que ahondan en la diversidad humana: la ambición, la nostalgia, la soberbia, la pasión, la lealtad, la ruindad, la amistad e incluso la senilidad, aunque la contextualización geriátrica sea aquí ejemplo de retorcida vitalidad.
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