Hay que tener el día; la predisposición y el estado de ánimo adecuado para ir a ver El club, porque la película es profundamente desagradable. Magnífica, pero cruda sin concesiones. Áspera en el aspecto y el contenido. Rotunda en su retrato crítico. Una denuncia hiperrealista a esa trastienda depravada de ciertos sectores eclesiásticos, que además no muestran arrepentimiento alguno. Una crónica descarnada que escapa de maniqueísmos y sensacionalismos, y que no necesita tomar partido ni hacer juicios de valor, porque no hay persona normal y en su sano juicio que sienta empatía por los personajes. Ni siquiera que los compadezca. Son habitantes de un infierno en la tierra. Esa casa de reclusión donde la iglesia los esconde. Una colección de monstruos que amparados en la palabra de Dios hacen del pecado su credo. Casi es una película de terror. O al menos moralmente lo es.
Su director no habla de redención. No es una opción en el retrato de sus capellanes pervertidos, pederastas, crueles, vengativos, cobardes, ludópatas… Unas joyas, en pocas palabras, que han sido arrinconados por la Iglesia, pero que siguen dando sus misas en petit comité, confesándose y orando cada mañana en su retiro con vistas al mar. Tal vez si el padre Bergoglio viera esta película haría algo más que infamar de palabra a sus descarriados servidores.
La película es fea, porque así debe ser. Su fotografía sucia, su iluminación ocre, espartana la escenografía utilizada, deformados los primeros planos, que escrutan la inquietante normalidad de los infames, y el sonido embrutecido, contaminado como las infecciosas injurias que escupen quienes hablan. El estómago se resiente, nuestra conciencia se indigna y la realidad sigue su curso. Un film así no debería ser solo aplaudido y premiado, sino convertirse en una advertencia para no seguir impasibles ante un mundo que está ahí y es abominable.
Javier Matesanz
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