No es una biografía de Alberto Giacometti, ya que se limita a veinte días consecutivos de trabajo y convivencia entre el pintor y su modelo ocasional, el crítico y escritor James Lord, el año 1964. Pero lo cierto es que esas casi tres semanas bastan para hacerse una idea del carácter imposible del artista, y a la vez convierten el film en el retrato de un retrato, pues así como el pintor capta a su manera el espíritu de quien posa para él, queda retratado él mismo a la perfección en sus manías, sus miedos, sus excentricidades y su egoísmo; su desesperación, su amargura, su inseguridad y, por supuesto, su genialidad. Por ende, una biografía en un retrato, o el retrato de una biografía.
Aunque lo cierto es que el film resulta más interesante que apasionante. Le falta fuerza, intensidad. Pese a Geoffrey Rush, siempre convincente, el conjunto es plano. Reiterativo en su estructura, ordenada en consecutivas y casi idénticas sesiones de trabajo en el estudio del artista, quien por cierto trascendió más como escultor que como pintor. Algo que se intuye al ver la magnífica reconstrucción de su extraño taller-hogar (notable trabajo de producción, de corte casi teatral). Y esta sensación de cansina repetición de secuencias, aunque coherente desde la perspectiva del abnegado modelo (el casi decorativo Armie Hammer), acaba por ser pesada para un espectador que se anticipa al desenlace y pierde el interés cuando ya tiene claras las reglas de un juego narrativo que apenas avanza. Y si lo hace es a golpe de diálogo, de disquisiciones artísticas o sociales de desigual interés. Así, los caprichos sentimentales o los problemas conyugales del artista lastran más que enriquecen; mientras que, en boca de Giacometti, la diatriba contra Picasso resulta tan ácida como inesperada. Y su opinión de los bancos como depositarios de su fortuna, como mínimo es sorprendente, siendo como era suizo.
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