Tarde o temprano Almodóvar tenía que hacer esta película. La tenía pendiente, pues su cine es él y él es su cine. Toda su filmografía, al menos por momentos, es autoficción, y si no biográfica, sí personalista en su caprichosa estética, sus estilismos excesivos, sus obsesiones culturales, familiares, sus fetiches, sus referentes. En suma, es este el film autobiográfico de una filmografía autobiográfica, y es un gran film. Intenso, sentido, sufrido, catártico y metacinematográfico, para el que su autor ha necesitado la imprescindible colaboración de su alter ego, su trasunto artístico, un Antonio Banderas sublime, impresionante, insustituible en un papel tan matizado, tan contenidamente emotivo y sincero, que se erige en confesión almodovariana en primera persona: soy así para bien o para mal, imperfecto pero genial. Gran película, que bien podría cerrar una carrera, aunque el manchego tenga aún mucho por decir. Quizás cambiando de tercio tras este íntimo punto de inflexión. Tiempo al tiempo.
La cinta tiene algún desmayo, y alguna pieza del puzle que no acaba de encajar (el bloque tardío de la madre llega cuando la proyección se agota, y uno se pregunta si no está desubicado en el montaje del álbum familiar, aunque ofrezca momentos preciosos de pura verdad); pero en conjunto la película es hermosa, y tierna y apasionada y sincera y creíble, y hasta bonita en muchos y dramáticos aspectos. Lo mejor de Almodóvar en años, como suele pasar cuando las cosas salen del corazón y se hacen con convicción.
Dolor y gloria está llena de películas, como la vida de Almodóvar. El niño que enseña a leer a quien será su primer deseo, el monólogo teatral que deviene involuntaria confesión, la nueva y última noche con el amor de juventud o la incómoda pernocta en la estación. Todas magníficas, como el film.
Javier Matesanz
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