Hay un tipo de cine prefabricado y hecho en serie que responde a eficaces premisas comerciales y oportunistas que aparecen y desaparecen como lo hacen las modas, dejando más o menos rastro en la memoria colectiva. Y especialmente en la adolescente, que suele ser la más entregada, pero también la menos constante. Tras El señor de los anillos, Las crónicas de Narnia. Tras Harry Potter, Percy Jackson. Tras Crepúsculo, Cazadores de sombras: Ciudad de hueso. Tras Los Juegos del hambre, Divergente. Todas ellas surgidas de las páginas de best sellers internacionales, que es la forma más segura de apostar a caballo ganador. Aunque también sea inevitable un proceso de decadencia popular y cualitativa, que va agudizándose por riguroso turno de llegada hasta alcanzar cuotas de éxito insuficientes, que marquen el fin de la etapa y un más que probable cambio en la tendencia industrial, que buscará otros filones en diferentes nichos genéricos que gocen del volátil gusto popular.
Y con todo esto solo pretendía aclarar el contexto creativo del film, y ocupar algo de espacio que no necesitaba para hablar de un film sin personalidad propia, que tiene poco que aportar y puede definirse con un cóctel de referencias tan amplio o reducido como queramos. Podemos viajar hasta las tribus urbanas de “The warriors” (1979). Hablar de Mad Max y la cúpula del Trueno (1985). O incluso de films más intrigantes como el Código 46 de Winterbottom (2003). Un hibrido de todas ellas y más. Muchas más. Pero al final basta decir que sin el éxito de Los Juegos del hambre, Divergente nunca hubiera existido. Y son tan evidentes las similitudes que apenas se justifica su enumeración: distopía futurista, conspiraciones gubernamentales y las competiciones a vida o muerte marcadas por la estratificación social. Bien hecho, sí. Pero ya lo habíamos visto. Y repetir cansa.
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