Lo que más impresiona del cine de Audiard es la contundencia emocional de sus relatos. Sin concesiones ni atenuantes, sin demasiados rodeos, desnuda, despelleja a sus personajes, los disecciona íntima o socialmente, alguna vez incluso los amputa (la impresionante Marion Cotillard en De óxido y hueso), y nos los muestra con la crudeza, el realismo y la conmovedora sencillez de las realidades menos deseadas, a través de las cuales nos demuestra cuán cerca está la desesperación de la locura, y cómo en cualquier momento, cualquier persona puede cruzar esa línea invisible.
Dheepan es un drama brutal. Inesperado, tal y como nos es expuesto. Una crónica descarnada que, aprovechando el auge mediático de los dramas migratorios, nos habla del desarraigo, la inadaptación y la marginación; pero lo hace desde dentro, desde el presunto paraíso que todos desean alcanzar, y que a menudo es un infierno no muy diferente al del punto de partida. Y ahí radica la fuerza dramática del film. Una familia hindú artificial, falsa, prefabricada para escapar de la guerra y llegar a Europa, consigue establecerse en Francia, pero pese a conseguir un cierto estatus tranquilizador (vivienda y empleo) se verá inmersa en un submundo delictivo y violento que les arrastrará sin remisión. Y con ellos, el espectador derivará de un amargo melodrama social a lo Ken Loach hasta lo que sería un magnífico capítulo de la televisiva The Wire.
Un film premiado en Cannes, probablemente gracias a su oportunidad argumental y, seguramente, favorecido por el endémico chauvinismo del festival galo, pero que concentra suficientes virtudes como para sacudir conciencias y convertirse en un relato comprometido con la actualidad, que opta por mostrar el horror como vía para reclamar soluciones. Son necesarias películas como esta, aunque no sean agradables. Y los diez últimos minutos, desde luego no lo son.
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