Han pasado unos treinta segundos desde el inicio de Detroit y en la sala de cine se ha producido un efecto que solo se produce en contadas ocasiones: la pantalla ha absorbido al público. Su atención y sus emociones han volado de sus cuerpos para quedar pegadas a las imágenes y diálogos durante 143 minutos de metraje. Kathryn Bigelow demuestra una vez más que se puede contar una historia de violencia de forma madura, punzante y con un trasfondo de denuncia que aún hoy sigue siendo tan actual que asusta. La directora de Le llaman Bodhi, En tierra hostil (por la que ganó un extraño Oscar) y La noche más oscura, construye un relato cruel (quizá demasiado caricaturesco en el dibujo de algunos personajes) y de aparente pesada digestión con la supuesta facilidad que se le otorga a los grandes directores. Y, aunque puede que la apuesta que ofrece esté ya un tanto manida y tenga la apariencia en ocasiones de excesivamente dirigida al único fin de tocar la fibra, lo hace con inteligencia y consigue un resultado absolutamente contundente que propone una charla posterior, con algunos tópicos, pero igualmente importante y nada desdeñable.
La historia de los disturbios raciales ocurridos en Detroit en 1967, tras una redada en un bar nocturno sin licencia por parte de la policía, está construida en tres actos, y cada uno de ellos podría ser una película distinta. La primera parte recuerda, por poner un ejemplo más o menos reciente, a la magnífica Bloody Sunday de Paul Greengrass, la segunda está más cerca del buen cine Michael Mann (léase Heat), y la tercera concluye en una gran producción judicial. Cada parte cumple perfectamente con su misión y mantiene completamente absorbido al espectador, sin darle ni un solo minuto de tregua ni de concesión para desengancharse de lo que acontece en la pantalla. Pero esa capacidad de absorción es quizá también su mejor truco. Llevar continuamente al espectador de la mano en todo momento puede parecer, a posteriori, porque en el momento de la proyección no es posible, que los personajes y sus razones y, sobre todo, sinrazones, son exactamente las que cuenta Bigelow y no hay nada más allá. La frase promocional, “Basada en la historia real de uno de los secretos más terroríficos de la historia americana”, ya demuestra la intención inequívoca de firmar una opinión rotunda sobre un hecho y un problema que, de no continuar hoy en las portadas de los informativos, tal vez no hubiera llegado más allá. Por otra parte, la violencia de los acontecimientos de la ciudad del motor está algo edulcorada para poder llegar al mayor tipo de público posible en un país en el que la moral es algo más que doble.
Muy a pesar de todas estas apreciaciones, la directora es perfectamente capaz de arrojar al espectador al centro de los disturbios para que vea, oiga, sufra y sienta todo lo que quiere contar. Es cierto que nos lleva de la mano y lo hace desde la seguridad de la pantalla de cine, pero es tan precisa e inteligente en su trabajo, que nos dejamos llevar y aceptamos su historia. Aunque sepamos que es la suya.
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