Minimalista thriller mexicano que transita la árida frontera con los USA como si de una sangrienta road movie desértica se tratase, y sin mayor pretensión que convertirse en un escaparate de la crueldad humana. Propuesta tal vez excesiva, pues roza la psicopatía del autoproclamado justiciero fronterizo, que se deleita cazando personas en nombre de un patriotismo xenófobo, pero que en tiempos de Donald Trump adquiere una especial relevancia y, Dios no lo quiera, ciertos visos de realismo salvaje, que poniéndonos tremendistas podría acabar añadiendo al póster promocional del film una espeluznante leyenda que rezase: basada en inminentes hechos reales.
El film no hace grandes propuestas dramatúrgicas. De hecho, prescinde al máximo de los diálogos, y pronto se centra en un duelo a muerte entre Gael García Bernal y un hierático Jeffrey Dean Morgan, que ya hablaba poco en la última temporada de The good wife, y aquí apenas cruza algunas palabras con su fiel y letal escudero, una suerte de Perro blanco a lo Sam Fuller, pero adicto a los espaldas mojadas. Casi un remedo del Blanco humano de Van Damme/Woo, pero sin músculo ni exhibicionismo testosterónico, sino con una firme voluntad crítica frente al panorama geopolítico de la zona llevada al paroxismo de la crudeza, la violencia y el odio. Algo que tanto podrían haber reflejado en cuarenta minutos como en la hora y media dedicada a mostrar semejante sinsentido. Y aun así, conviene reseñarlo, aunque innecesariamente largo, el relato nunca resulta aburrido ni pierde la intensidad que le confiere la apuesta por el realismo. Opción que actúa en detrimento de los habituales recursos coreográficos y pirotécnicos en pos de una espectacularidad que derivaría hacia la ficción, y desterraría la crónica, que es el género que en realidad pretende habitar esta película.
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