Si tuviese que mostrar el dolor a través de imágenes escogería la escena del despertar de la protagonista de De óxido y hueso – soberbia Marion Cotillard – tras el accidente que le cambia la vida. Si me hicieran definir la desesperación, acudiría a la del padre y el hijo en la pista helada; pocas secuencias me han angustiado tanto en una sala de cine. Jacques Audiard (‘De latir mi corazón se ha parado’, ‘Un profeta’) ha filmado una maravilla, un prodigio de fuerza dramática, una lección magistral de cómo narrar la cotidianeidad de unos seres casi vulgares – dedicados a intentar flotar en eso tan complicado que es la vida – y salpicarla de unos hechos excepcionales que, sin embargo, que le pueden sobrevenir a cualquiera.
Con un estilo despojado de adornos o edulcorantes – a lo Gaspar Noé o hermanos Dardenne – y una trama que puede recordar a ‘Lee mis labios’, del propio Audiard, la cinta es un catálogo de simbiosis, donde los personajes apenas se paran a pensar el porqué de esa ayuda mutua, de esas actitudes protectoras. Se podría decir que la película nos habla de solidaridad – pero es más bien instinto, y esa extraña obligación de sobrevivir en medio de la hostilidad, de un entorno visceral, feroz -, de amor (o quizá sea solamente cariño) y también de autoestima, de cuando se pierde por completo y luego, con mucho esfuerzo y dolor, se recupera. Me emocioné (y me conmocioné) con ese lenguaje tan directo, con esa propuesta tan física, pero las sensaciones no hubiesen sido las mismas sin la música envolvente de Desplat y, sobre todo, sin el enorme trabajo de Cotillard (Oscar a la mejor actriz por ‘La vie en Rose’). Insisto en ella porque está perfecta desde el primer plano hasta el último y porque jamás vi una actriz tan virtuosa a su edad.
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