Es muy frustrante no poder escribir lo que sin duda es el quid de la cuestión. El spoiler sería imperdonable, pero imperdonable es también el susodicho quid, que una vez descubierto (y yo lo advertí a los pocos minutos de proyección) te desmonta toda posible intriga, con lo que desactiva cualquier interés por la trama, que no es sino un laberíntico galimatías de qué fue o podría haber sido, de quién hizo qué o no hizo nada, de quién estaba o dejaba de estar, desde las diferentes ópticas de los personajes y según versiones de algunos que ni tan solo estuvieron presentes. Es lo que tiene el misterio, la justicia y la ficción, que todo vale y si no me lo invento (los telenoticias son un ejemplo diario). Pero claro, hay que poder creérselo, por increíble que parezca, y en el Contratiempo que nos ocupa no te lo puedes creer ni con la mejor predisposición si al dichoso quid se le ven las costuras.
Hay que ver todo lo que estoy diciendo para no decir nada, porque nada puedo decir sin destriparlo todo. Solo añadir que a Mario Casas le viene grande un papel tan poco físico y tan conversacional -¿por qué susurra siempre?-, que a Bárbara Lennie, por contra, le funciona tan bien el anverso como el reverso -ya me entenderán si la ven-, que Ana Wegener convence en todos sus aspectos -y lo que no convence, no es culpa suya-, que Coronado sigue creciendo, y que al responsable, Oriol Paulo, se le podría haber ocurrido otra manera de sorprendernos – que las hay-, pues los giros son ocurrentes, e intrigantes por rocambolescos que resulten, y es indudable que sabe rodar y mantener en vilo y confuso al espectador – como lo hicieron Amenábar o Shyamalan en sus inicios-, pero jugárselo todo a una carta marcada es temerario, y creo que el órdago le falla estrepitosamente a poco que seas un consumidor habitual de cine español.
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