El cine acaba siendo siempre, de un modo otro, y como dijo Douglas Sirk, una imitación a la vida. La soñada o la real, pero la vida al fin y al cabo. De modo que la realidad inspira la ficción, la motiva, y se hace inevitable que aquello que marca nuestra cotidianeidad acabe formando parte del imaginario creativo de los artistas y, por ende, de la oferta cinematográfica. De manera que nuestra realidad sociopolítica y económica tenía que llegar a la gran pantalla de un momento al otro. Bastaba con mirar el telediario para barruntar el panorama e intuir lo que estaba y está por llegar. Bárcenas ya ha pasado por la cartelera, y la corrupción política y financiera lo hacen ahora de nuevo con Cien años de perdón, que en el plano de la ficción de género, pero basada en cualquier noticiario de la última década de este país, nos ofrece un trhiller de atracos perfectos – de esos que siempre son apasionantemente imperfectos-, con dramático desenlace en el terreno de la intriga política.
Una trama que en manos de Calparsoro resulta irregular, pero absorbente, intensa y en todo momento entretenida en su extraña dinámica de intercambio de roles. Los hay malos y muy malos, pero ¿quiénes son los verdaderos malos, los peores? Cada espectador decidirá hacia donde enfoca sus simpatías, pero lo que es evidente es que la empatía del relato se decanta hacia un bando, y éste no está formado por angelitos precisamente. Claro que Luis Tosar convence a cualquiera. Consiguió conmovernos incluso con Malamadre. Y por eso la peor parte se la lleva Raúl Arévalo, siempre convincente, pero aquí del todo despreciable.
El film funciona mejor durante el robo y con las intrigantes fricciones intestinas que en la segunda mitad, cuando aflora la mano negra que evidencia la verdadera motivación del plan, pero el conjunto es trepidante y, sobretodo, lamentablemente creíble.
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