Si me lo permiten voy a tomar prestada la opinión de un colega para manifestar la mía y subrayar la sensación más destacada que transmite este docudrama cómico y amargo que es Carmina y amén: “Lo mejor de todo es que uno no sabe nunca dónde acaba la verdad y empieza la ficción” (J.A. Mendiola). Fin de la cita. Y es esta una indudable y meritoria virtud que durante hora y media te mantiene en vilo, admirado y emocionalmente confuso, entretenido en todo momento y con una sonrisa perenne en la cara, entregado a los personajes por pura, extraña e incómoda empatía emocional, y sin saber muy bien si reír o llorar. Impresionante en este sentido una de las últimas escenas del film – una intensa conversación/enfrentamiento entre madre e hija -, donde la autenticidad raya lo insoportablemente creíble. Y este y no otro es el juego que propone Paco León en su magnífico segundo film, nuevo retrato “novelado” de su madre en tono y formas de hiperrealismo social, y que ella misma se encarga de clasificar con una frase que viene a englobar, resumir la esencia pendular de la película entre la realidad y la ficción: “Yo no miento nunca. Todo lo que digo se convierte en verdad… y amén”.
Y así es, pues si Maria León es una excelente actriz (y lo demuestra), Carmina Barrios es pura autenticidad. Un animal de la interpretación sin más recursos que un instinto torrencial, que seduce con su irresistible desparpajo natural impregnado de ternura y resentimiento, dulzura y contundencia, ingenuidad y picaresca. Un equilibrio que parece imposible y que Carmina hace real. Aunque no sabría decir si lo consigue el personaje o la actriz. Ambos supongo, pues son la misma cosa.
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