En los últimos tiempos, prolíficos en adaptaciones fílmicas de clásicos literarios -infantiles o no-, he leído muchas e indignadas voces detractoras condenando a quienes se atreven a versionar textos al parecer intocables, por cuanto difícilmente serán mejorados. No estoy de acuerdo en absoluto. Al fin y al cabo Shakespeare no hacía sino versiones de la Historia, y Robert Graves reinterpretaba los mitos. La cuestión es hacerlo bien, con ingenio y con talento, aportando nuevas ideas estéticas o abriendo nuevas puertas, que en vez de desvirtuar los originales los enriquezcan, o los moldeen a su antojo en nombre de la imaginación, pero con el máximo respeto para con la materia prima. Y desde luego no es el caso de la “Blancanieves” de Tarsem. Así como tampoco lo fue la reciente “Caperucita Roja” de Hardwicke. Más que actualizar, manchan la memoria de los relatos populares. Y ese es el verdadero problema. Hacerlo tan mal que predispone al rechazo ante cualquier nueva tentativa.
Tarsem lo estropea todo. Visualmente es muy potente, pero es un narrador pésimo. Y si además el guión es un amasijo de ideas idiotas e inconexas, que pervierte por sistema todo elemento conocido para ser más ingenioso, pero sin aportar alternativas válidas ni divertidas ni emocionantes ni sorprendentes, pues el conjunto es exactamente lo que es: un birria. El más absoluto y aburrido desastre envuelto en un llamativo papel de regalo. Y para más inri, ni siquiera respetan los mínimos, y los enanos son gigantes, la manzana no cumple con su misión y el espejo va a su bola. Sólo Julia Roberts está a la altura de una madrastra de cuento. Pero tan desasistida que tampoco.
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