A Edgar Wright le encantó y envidió el Drive de Ryan Gosling, qué duda cabe; pero a nosotros, que nos gustó muchísimo su Zombies party, nos ha decepcionado enormemente Baby Driver, cuya desmesura nada tiene que ver con el añorado humor socarrón de sus comedias británicas ni con el desfase desenfrenado de sus delirios apocalípticos. Las expectativas duran lo que dura la notable secuencia introductoria, una vertiginosa persecución automovilística post atraco, que hace las veces de índice de personajes y parece sacada de lo “mejor” de Fast & furious (leer lo “mejor” como eufemismo de estridencia, no como el adjetivo cualitativo que es), para continuar con una colección de tópicos románticos y de criminalidad descerebrada y supervitaminada que acaban por hacer “buena” la mencionada saga de A todo gas (tampoco aquí nos tomemos al pie de la letra lo de “buena”, es una frase hecha, sin más).
Pocas cosas funcionan en el film, porque pocas hay para hacer funcionar. El guión es esquemático hasta el límite. Fricciones entre miembros de la banda (desconfianzas e incompatibilidades) en el ínterin que separa los diferentes golpes (no muy elaborados, por cierto), y de los cuales se escapan siempre por los pelos gracias a la pericia deslumbrante del joven conductor, medio autista, medio sordo, que flipa con la música, que tiene un padre sordomudo y negro, una novia camarera (en Drive era la vecina, pero no viene de aquí) y una deuda que pagar. El dibujo del resto de los personajes está igualmente trazado sobre estereotipos gruesos y excesivos. El Loco de Jamie Foxx es una compilación caricaturizada de múltiples villanías de cartoon, Kevin Spacey es casi un cameo, y el matrimonio muy, muy malo es, pues eso, muy muy malo. Como si fuera un descarte desenfocado del casting del Escuadrón suicida. Todo ello en medio de un barullo donde siempre se confunde el ruido con el ritmo.
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