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Anna Karenina

Anna Karenina

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Versionar un clásico, con independencia de cual sea su disciplina y de la opción creativa escogida para acometerlo, siempre conlleva riesgos. En primer lugar, y el más obvio, tener que enfrentarse y medirse al consensuado prestigio universal del original, que coloca el listón al alcance de muy pocos. Motivo por el cual – segundo handicap – no faltarán voces críticas que entonen el reverencial axioma que reza: “si no puedes mejorarlo, por qué tocarlo”. Y por último, asumir el reto de la adaptación con el rigor y la fidelidad mimética y académica que exige el respeto por las obras maestras, sabiendo de antemano que son insuperables y que, por lo tanto, las comparaciones serán demoledoras; o por el contrario, aportar un nuevo punto de vista formal o narrativo, estilístico o conceptual que se distancie del modelo, sin por ello renunciar a la solidez y la intensidad de su esencia,  y que podría incluso evitar esas demoledoras comparaciones, o al menos disiparlas y concederle a la tentativa el beneficio de la duda, no como versión del clásico, sino como un nuevo producto inspirado libremente en el mismo. Y este y no otro es el caso de la Anna Karenina fílmica de Joe Wright según la letra de Tolstói, lo cual no obstará que tenga que lidiar con los dos primeros riesgos arriba expuestos, pero que al menos le otorga a la película cierta independencia y libertad para exhibirse con personalidad propia.

El irregular cineasta británico, que ha demostrado sentirse mucho más cómodo haciendo cine de época (Orgullo y prejuicio, Expiación) que en cualquier otro género contemporáneo (El solista, Hanna), muestra sus cartas desde el inicio apostando por la teatralización del relato, y distanciándose así de la densa concepción novelística del original literario. Una puesta en escena que consigue visualmente una curiosa sensación estilística. Algo así como un híbrido entre la espartana sobriedad del Dogville de Von Trier y la elegante pomposidad de las grandes superproducciones hollywoodienses de corte histórico, cuyos clichés estéticos se respetan pese a una voluntaria incoherencia escenográfica, marcada por la austeridad propia de la tramoya teatral, y a la continua intromisión de los efectismos visuales de la era digital.

Consecuente con su fórmula, Wright plantea la narración de la historia como una danza donde se coreografían tanto los movimientos escénicos del reparto como los desplazamientos de la cámara, de manera que confiere al conjunto un atractivo aire operístico que define la función y marca el tono general del relato. Y de este modo, la metateatralidad cinematográfica ayuda a establecer los límites entre la ficción y la realidad de esta intensa, apasionada y dramática historia de amor condicionada por los valores morales y culturales de una época y de una sociedad lejanas, las cuales, en cambio, devienen universales y contemporáneas por pura empatía emocional. Solo se echa en falta con algo más de carisma y de energía en el reparto para haber redondeado tan atrevida y atractiva propuesta.

 

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