El principal problema de este drama centrado en las adicciones sexuales de sus protagonistas – y colateralmente algunos excesos más- no es la temática ni el planteamiento, sino lo glamouroso que resulta todo en su conjunto. ¡Caramba, si casi siente uno envidia y empatía para con las vidas que llevan algunos de los personajes! Y esto le resta credibilidad y contundencia a la propuesta, que resultaría mucho más eficaz de haber apostado por un todo más sombrío, sórdido, decadente y enfermizo; veraz, aunque los afectados pertenezcan a una clase media acomodada y lleven el infierno solo en su interior. Es una cuestión de predisposición, y el público no llega nunca a identificarse con un problema desarrollado en un ambiente privilegiado, en contextos elegantes, cálidos y amables, y un tratamiento que roza lo cariñoso e incluso flirtea con el humor y el chascarrillo neutralizador de malos rollos. De modo que el conflicto se queda en la pantalla. Planteado con crudeza light y desarrollado con demasiado tacto como para perturbar a nadie, no trasciende emocionalmente y no sirve demasiado ni como vehículo sensibilizador ni como retrato dramático de una realidad social más extendida de lo que pudiera parecer. Y menos cediendo como cede al happy end generalizado. Todo queda en un entretenimiento formalmente correcto y bien interpretado (con la excepción de una Gwyneth Paltrow en permanente pose de Barbie florero) por el tándem masculino formado por Mark Ruffalo y Tim Robbins, y sobretodo un convincente Josh Gad (Jobs, 2013), que encarna al único personaje “real” de la ficción. Malsano, desesperado, vencido… creíble en su zozobra.
Thanks for sharing (Gracias por compartir, en referencia a los grupos de rehabilitación) es el título original que alguna mente traductora en estado de (des)gracia ha sustituido aquí por el insulso e inadecuado Amor sin control. ¿Amor? ¿En serio?
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